martes, 20 de febrero de 2018


Se sentó. La sombra del árbol era un remanso oscuro en la tarde de verano. Apoyó su espalda en el respaldo. Se sentía cómodo en su banco. Lo sentía propio. Siempre a la misma hora, en el mismo banco, en la misma plaza. Siempre.
Para los que lo veían a diario era suponer una espera, una espera inútil, nunca nadie aparecía. Daba pena.
Para el hombre era su rato celestial. Sentir el árbol, los pájaros, el viento. Era su meditación del mediodía. Su conexión con Dios.
Sé sentía vivo. Estaba vivo. Su alma se iluminaba en cada encuentro con el universo.
Él, en su quietud vivía la eternidad. Los demás en sus carreras alocadas, en sus apuros, en las urgencias por vivir lo que se les imponían, difícilmente estuvieran realmente vivos.
Él era eterno y en comunión con el cielo. Ellos vivían la muerte diaria de quienes solo tienen lo terrenal.

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