ASTOR Y
FELIPE
Gracias
a la correcta y nada casual posición de un espejo, puedo saber el momento
exacto del amanecer. Con el primer rayo del naciente sol penetrando por mi
ventana; la cual no posee ni postigos, ni persianas, ni cortinas; se refleja en
el espejo desviandose hacia mi, queriendo atravesar mi ojo para invadir mi
mente diciendo que esta pintando de oro el mar lejano.
Cuando
era pequeño vi un mar muy azul, el cual permitía al sol cuando este se ocultaba
dibujar la figura de un dragón. Dicha figura iba desplazándose hacia la costa a
medida que anochecía y parecía flotar sobre las olas hasta que el ultimo rayo
la destruía, justo antes de alcanzar la orilla.
Siempre
creí que los dragones eran seres de vidas muy limitadas, dependientes de un
rayo de sol, sin poder nunca alcanzar la costa que los salvaría de morir con el
rayo final.
Despierto
sabiendo que el mar dorado dura menos que el dragón. Oro por la mañana, dragón
por la tarde. Es como si primero apareciera el aliento de fuego y luego la
figura colosal del animal.
Será
asi o el mar no es mas que el disfraz del dragón para que no lo atrapemos nunca
y que los oleajes son los movimientos de sus alas, que cuando planean muestran
un mar sereno y cuando vuela velozmente tenemos esas aguas embravecidas.
Siento
al levantar el simple aire de la tierra húmeda, la suave brisa soplada por los
montes viejos, diciendo que el tiempo fresco ha de estar presente en esta
jornada.
Salgo
al campo a saludar a la naturaleza que me acompaña y encuentro un rastro
extraño, son pisadas desconocidas, de algo no esperado. Pregunto y nadie sabe.
El sol se preocupa por calentar e iluminar a pleno, pero no responde a mi
pregunta. Ninguna planta me da indicios. Vivo en un lugar solitario; propia
decisión cuando la vida me dio la espalda; sin otro habitante que yo, unas
pocas plantas frutales, matorrales, arbustos y algunas palmeras, las arenas, el sol y el mar/dragón.
Sigo
las huellas y veo que van hacia el pequeño bosque. Camino por el mismo y pierdo
entre las hierbas y los restos de hojas, me confundo y desoriento. Por momentos
recupero las huellas. Estoy andando en círculos. Decido volver.
A
media mañana ya he olvidado a las huellas.
Hacia
el mediodía, un ruido mezcla de llanto y gruñido, le presto atención y descubro
que por detrás hay otro ruido, golpes sobre la puerta. Decido abrirla y
encuentro en el portal a un cachorro, un pequeño y dulce cachorro de perro,
todo lanudo y sucio. Me mira entre asustado y anhelante de que lo cobija.
Parece de raza, quizás este extraviado, tal vez abandonado.
¿Quien
puede abandonar un perro en una isla? ¿Y cuando? No escuché ruido alguno.
¿habra sido en la noche? Si nadie lo abandono como es que llego hasta aca
Lo
mire, me miro fijamente, de una manera tan tierna que mi corazón pareció
llenarse de paz, y me dijo: “soy
Felipe”. Le respondí que yo me llamaba Astor y que era un viejo solitario.
Felipe me volvió a mirar, y lo hizo de tal manera que sus ojos almendras
parecían contener una luz muy blanca, que me atravesó, recorrió mi cuerpo de
arriba abajo, por fuera y por dentro, haciéndome vibrar de una manera tal
exquisita, tan sublime, que sentir estar en un éxtasis.
Finalmente
Felipe abrió su boca oculta entre lanas y dijo: “Astor nunca mas vas a estar
solo, yo seré tu compañía por el resto del tiempo”.
“Te
haré ver el verdadero universo. Aprenderás el amor, el amor de amar sin pedir
respuesta, sin esperar caricias, sin necesitar palabras”.
Pidió
que lo lleve fuera de la casa y me mostró el verdadero color de las flores, el
cual se ve únicamente cuando se las ama.
Pude
aprender a oler a cada viento, sentir su caricia hasta en mis huesos. Escuchar
a los pájaros como nunca fueron escuchados.
Me
enseño las cosas que la gente deja de aprender por dedicarse a sí mismo y
olvidarse de los demás.
Comprendí
que estando en armonía con la vida es estarlo con la naturaleza, es estarlo con
Dios. Y que el se alegra cuando alguien lo comprende.
Finalmente
cuando el camino deja de ser; sé que la vida no es luchar por lo de uno, es
amar para los demás, y es ese instante descubrí la paz y Felipe sonriendo fue a
corretear.
Al
final del día vino a sentarse a mis pies y mientras lo acariciaba en el lomo,
dijo: “Es hora de ir”.
Fui
por mi sombrero, salude a cada cosa que había en la casa, descubriendo cuanto
amor tenían por mí y que nunca me había percatado.
Salimos,
ya era de noche, pero a lo lejos se veía un nuevo amanecer, esta vez no al
este, sino al norte y hacia esa luz maravillosa nos encaminamos y esta vez no
necesitaba de un espejo para saber que amanecía, y aprendí que lo que muestra
un espejo nunca es la realidad, solamente un reflejo de la fantasía que vivimos
cada día.
Y
el nuevo sol no tiñe el azul mar, simplemente lo mostró azul como debe ser.
Y
el sol de la tarde brillo distinto, mas claro, con sombras atenuadas y el
dragón del lejano mar al fin alcanzo la costa.